Articulo suministrado gracias a Arturo Boched
La Atlántida, en sus días más gloriosos, había sido una civilización que despertaba asombro y admiración. Sus avances en las ciencias, las artes y la espiritualidad habían superado cualquier límite conocido. Los atlantes dominaban la naturaleza con tal destreza que parecían tener el control total sobre el destino mismo. Su conexión con el cosmos era tan profunda que se decía que sus sabios podían leer las estrellas como si fueran las páginas de un libro abierto, y su sociedad había alcanzado una armonía envidiable, donde la sabiduría, el poder y el amor se entrelazaban en una danza perfecta.
Pero con el paso del tiempo, ese equilibrio comenzó a desmoronarse. Lo que una vez fue una civilización que se guiaba por una ley universal —la búsqueda de la verdad, la justicia y el bienestar colectivo— se desvió hacia un camino oscuro y autodestructivo.
A medida que la Atlántida alcanzaba nuevas cumbres de poder y conocimiento, sus habitantes comenzaron a perder de vista lo más esencial: la conciencia de su propia finitud y la necesidad de vivir en armonía con los principios universales que les habían permitido prosperar en primer lugar.
El primero en caer en este abismo fue el gobierno. Los altos sacerdotes, guardianes del saber ancestral y la ley cósmica, fueron seducidos por el poder absoluto que les otorgaba su conocimiento. Creyeron que su dominio sobre la naturaleza y el cosmos les confería un derecho divino para gobernar sin restricciones. En lugar de guiar a su pueblo con sabiduría, comenzaron a someter a los atlantes a su voluntad, sin considerar las consecuencias de sus actos.
Lo que antes era una sociedad basada en el amor y el respeto por todos los seres vivos, se convirtió en una cultura de indulgencia y egoísmo. La búsqueda de la verdad fue reemplazada por la búsqueda del placer inmediato, la satisfacción de los instintos y los deseos más bajos. La conexión con la ley universal, que había sido el pilar de la civilización atlante, fue reemplazada por una filosofía materialista que priorizaba el goce y el consumo.
La nobleza atlante, los guardianes del poder y la sabiduría, se entregaron al vicio. Los banquetes se convirtieron en orgías interminables, y el culto al cuerpo y los sentidos eclipsó las enseñanzas espirituales que habían sido la base de su existencia. El arte dejó de ser una expresión de la belleza divina para convertirse en una celebración de lo efímero y lo mundano. La música y la poesía, antes dedicadas a la exaltación del alma, se transformaron en medios para adular las pasiones y los deseos más bajos. La filosofía misma, que una vez había buscado la verdad y la sabiduría, se tornó vacía, sin propósito y sin dirección.
La decadencia fue gradual pero inevitable. En su ansía de satisfacer todos sus deseos, los atlantes comenzaron a perder su conexión con la espiritualidad, con el principio que les había permitido alcanzar sus grandes logros. La humanidad, que había sido su mayor aliada, pasó a ser vista como un medio para el placer y la indulgencia, y no como una comunidad sagrada de seres espirituales.
Los templos, que antes servían como centros de meditación y crecimiento espiritual, se convirtieron en lugares de rituales vacíos y pomposos, donde se rendía culto a la apariencia y el ego. Los sacerdotes, en lugar de guiar a sus seguidores hacia la iluminación, comenzaron a utilizar el conocimiento sagrado para manipular a las masas, aprovechando su posición para acumular poder y riquezas.
En medio de este caos, la ley universal, que había sido el fundamento de la civilización atlante, comenzó a desmoronarse. La justicia, antes impasible e inflexible, se convirtió en una mera ilusión, distorsionada por los intereses personales y el deseo de poder. Los atlantes ya no veían la vida como un camino hacia la elevación del espíritu sino como una oportunidad para satisfacer sus deseos más bajos. El ego se convirtió en el dios que adoraban, y la armonía que había caracterizado a su sociedad fue reemplazada por el caos interno y la lucha por la supremacía.
Los sabios de la Atlántida, aquellos que todavía recordaban la antigua ley universal, intentaron advertir a su pueblo. Con la voz temblorosa de la desesperación, suplicaron a los líderes que regresaran al camino de la verdad y la virtud. Pero sus palabras fueron ignoradas, desechadas como antiguas supersticiones sin valor en un mundo que había perdido su rumbo. La arrogancia de los atlantes había llegado a su punto culminante: creyeron que no necesitaban recordar ni honrar las leyes que les habían dado la grandeza.
Fue entonces cuando el ciclo de decadencia alcanzó su punto culminante. En su búsqueda de placer y poder, la civilización atlante comenzó a destruirse a sí misma. La arrogancia de creer que podrían desafiar las leyes cósmicas sin consecuencias resultó fatal. La misma naturaleza, que había sido su aliada en los días de gloria, comenzó a volverse contra ellos. Los mares, que antes se habían sometido a su voluntad, se levantaron con una furia imparable, y la tierra, que había sido su hogar sagrado, comenzó a temblar bajo el peso de su desobediencia.
El colapso de la Atlántida no fue una catástrofe repentina, sino el resultado de siglos de decisiones equivocadas. La civilización, que había sido un faro de sabiduría, se hundió en el abismo, arrastrada por su propio vicio y su alejamiento de la ley universal. Los atlantes, en su deseo de ser más que humanos, pagaron el precio de olvidar que la verdadera grandeza no reside en la satisfacción de los instintos, sino en la armonía con el orden cósmico y la búsqueda de la verdad.
En su último acto de desesperación, algunos intentaron regresar a las antiguas enseñanzas, pero ya era demasiado tarde. La Atlántida, como un ser vivo que se consume a sí mismo, se desintegró ante la mirada impotente de aquellos que habían caído en el error. Lo que una vez fue una civilización inmensa y poderosa, se convirtió en un recuerdo lejano, una lección escrita en las páginas del tiempo.
Y así, la Atlántida desapareció, no por la falta de conocimiento, sino por la ceguera que produce el exceso de poder y la incapacidad de reconocer los límites del ser humano frente a las leyes del universo.
Este capítulo no es solo una historia de una civilización perdida, sino también una advertencia sobre los peligros que enfrenta cualquier sociedad cuando se aleja de su propósito esencial: vivir en armonía con la verdad, la justicia y el amor. Los atlantes, en su auge, mostraron al mundo lo que es posible cuando se vive en alineación con el cosmos; su caída, sin embargo, nos recuerda que el conocimiento, sin él AMOR y la humildad necesaria, lleva a la perdición, a la destrucción y la autodestrucción.

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